Por Laura Gottesdiener
TRUJILLO, Honduras, 23 dic (Reuters) – El 3 de julio, Juan Moncada, uno de los dirigente de una cooperativa agrícola hondureña, se sentó con su esposa, Esmilda Rodas, y le dijo: «Me van a matar».
Tres días después, sicarios mataron a Moncada a tiros a la salida de un banco en Tocoa, una pequeña ciudad del fértil de Valle del Aguán, cerca de la costa caribeña de Honduras.
Durante una década, la pareja, su familia y su cooperativa habían luchado para recuperar la tierra en esta región en donde una vez cultivaron alimentos, pero que ahora está dominada por los grandes terratenientes y las extensas y lucrativas plantaciones de palma.
La misma tarde, su familia en Tennessee comenzó a reunir dinero para pagar a traficantes de personas con la mira puesta en trasladar a Josué, el hijo de 17 años de la pareja, a Estados Unidos. Pese a las amenazas de muerte, Juan Moncada no había huido porque le preocupaba que sus enemigos mataran a Josué, que también se había convertido en miembro activo de la cooperativa.
«Prefiero que me maten a mí que maten a mi hijo», dijo Rodas que le confesó su esposo. Los asesinos de Moncada no han sido encontrados.
Su asesinato forma parte de una batalla campal en el norte de Honduras que enfrenta a campesinos, terratenientes, fuerzas de seguridad públicas y privadas, bandas criminales y funcionarios gubernamentales.
El conflicto, que lleva décadas gestándose, es una fuente creciente de derramamiento de sangre y de una oleada récord de migración de personas que buscan huir del despojo de tierras, la violencia, la pobreza, la corrupción y la impunidad generalizadas que la alimentan.
Casi 150 asesinatos y desapariciones relacionados con la disputa de la tierra han convulsionado el Valle del Aguán desde 2008, cuando la violencia se intensificó por primera vez en esta zona. Sólo ha habido condenas en 25 de esos homicidios, según un sumario gubernamental de los casos revisado por Reuters.
Todavía hay disputas por algunas de las tierras en las que ahora crece palma. El gobierno hondureño no ha verificado muchos de los títulos cuestionados ni ha resuelto las acusaciones de residentes locales, grupos de derechos humanos y otros que indican que las fincas fueron adquiridas por la fuerza y a precios injustos.
El resultado, dicen quienes observan la región, es un vacío legal y social que cada vez más llenan criminales violentos, mientras los pobladores abandonan el valle, que encuentran inhabitable.
«La corrupción y la impunidad son lo que aflora en medio de este conflicto», dice Juana Esquivel, directora de la Fundación San Alonso Rodríguez, una organización de Tocoa que estudia la disputa de tierras. «Eso ha permitido que continúe», subrayó.
La presidencia de Honduras no respondió a solicitudes de Reuters de comentarios sobre el conflicto o sus esfuerzos para resolverlo.
El Ministerio Público, que supervisa un grupo de trabajo para investigarlo, dijo que sus pesquisas han dado «excelentes resultados». Sostiene que gran parte del problema lo crean los propios lugareños y que las fuerzas de seguridad públicas y privadas, a las que se suele culpar de la violencia, no son las únicas responsables.
«No específicamente todos esos asesinatos eran por parte de ellos», dijo en una entrevista Yuri Mora, portavoz del ministerio, refiriéndose a las fuerzas de seguridad.
A menudo, es imposible diferenciar los distintos grupos que están detrás de la violencia.
En ocasiones, los autores han sido presuntamente guardias de seguridad privados que trabajan para los grandes cultivadores de palma, pequeños agricultores que aparentemente defienden sus parcelas, aspirantes a terratenientes que pretenden imponerse en medio del caos y bandas armadas que cada vez más mueven cocaína a través de Centroamérica.
Entre las 146 víctimas contabilizadas por el Observatorio Permanente de Derechos Humanos del Aguán, se encuentran más de 100 campesinos, 16 guardias de seguridad privados, un juez, un agente de policía y un puñado de víctimas colaterales, entre ellas un niño de 13 años.
«Ya nosotros no sabíamos quién era el bueno y quién era el malo», afirmó Elvin Ochoa, un miembro de otra cooperativa desde hace mucho tiempo que huyó del valle después de recibir amenazas de muerte en 2018. Pasó dos años en México y en abril entró en Estados Unidos de forma legal y con una cita judicial para solicitar asilo, según documentos de inmigración revisados por Reuters.
El conflicto en el Aguán, llamado así por el río que cruza el valle, se descompuso a medida que la tierra ahí se volvía cada vez más rentable. El aceite de la pequeña palmera roja es una materia prima cada vez más común en las industrias mundiales de alimentos, cuidado personal y biocombustibles.
Las exportaciones de aceite de palma de Honduras, ahora solo menores a las de café y plátanos, totalizaron el año pasado casi 380 millones de dólares, el 9% del valor de las ventas al exterior y más de seis veces más que hace 15 años.
Pero el crecimiento y los miles de puestos de trabajo que los cultivadores de palma dicen que creó han tenido desventajas.
En una región donde muchos dependían de la agricultura de subsistencia, la palma se ha apoderado de gran parte del terreno fértil, creando escasez de alimentos y dependencia de fuentes externas para el sustento, dicen agrónomos.
La palma también ha alterado la topografía, haciendo que la tierra sea más susceptible a sequías, inundaciones y daños a los cultivos, especialmente durante las temporadas de huracanes cada vez más intensas.
Más de la mitad de la población del Valle del Aguán, según muestran datos del gobierno hondureño, vive en la pobreza extrema y tiene problemas para llevar comida a la mesa.
«El Aguán es una región de pobreza y miseria desenfrenada rodeada de un cultivo que genera ganancias millonarias», explicó Andrés León, antropólogo de la Universidad de Costa Rica que ha estudiado el valle.
Las dificultades han contribuido a que las olas de migrantes, la mayoría de ellos centroamericanos, hayan saturado los controles fronterizos a lo largo del sur de Estados Unidos.
En los 12 meses que terminaron el 30 de septiembre, los agentes de la Oficina de Aduanas y Protección de Fronteras de Estados Unidos detuvieron a hondureños que intentaban entrar ilegalmente en el país en más de 308,000 ocasiones, un récord histórico. En octubre, los agentes registraron 22,000 aprehensiones, muchas más que en el mismo mes de años anteriores.
En el Valle del Aguán, grupos como el de Moncada, el campesino asesinado, han disminuido, principalmente debido a la migración. Tras contar alguna vez con 248 familias, la cooperativa ahora tiene la mitad. Los que se quedan están intensificando los esfuerzos para reclamar tierras, ocupando plantaciones de palma en disputa e intensificando campañas para autenticar títulos que, dicen, prueban la propiedad de algunas parcelas.
Aunque muchas de las granjas han cambiado de manos en las últimas décadas, la legalidad de algunas ventas es cuestionada.
Los títulos están en disputa porque algunos compradores supuestamente pagaron sobornos y usaron la fuerza para obligar a los colectivos a vender la tierra que poseían las cooperativas, obtenidas originalmente por trabajadores en una ambiciosa reforma agraria que comenzó en la década de 1960. La tierra fue vendida posteriormente por algunos de sus dueños a terratenientes más grandes durante un periodo de cambios normativos que confundieron las reglas de algunas transacciones.
«Tan importante es la titulación de las tierras y lo referente a la corrupción en cuanto a la propiedad, como la impunidad en cuanto a la investigación de las muertes», afirmó Juan Frañó, exmiembro de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de Honduras.
El mes pasado, después de más de una década de gobiernos conservadores sacudidos por escándalos de corrupción y narcotráfico, los hondureños eligieron a Xiomara Castro, una izquierdista, para asumir la presidencia el próximo año.
Exprimera dama de un presidente derrocado en un golpe de Estado en 2009, Castro ha prometido reactivar los programas de reforma agraria que provocaron la ira entre los propietarios antes de la destitución de su esposo. El golpe fue dirigido por los militares, pero apoyado en ese momento por muchos miembros de la clase adinerada del país.
Menos del 5% de los terratenientes de Honduras, según muestran las cifras del Gobierno, controlan el 60% del terreno fértil, incluidos muchos monocultivos de palma y otros sembrados de exportación.
«Honduras ha estado abandonado», denunció Castro durante un discurso de campaña en septiembre. «Somos capaces de hacer producir nuestra tierra y garantizar el alimento para las familias», advirtió.
Algunos productores necesitarán mucho más que conocimientos agrícolas para superar los obstáculos que enfrentan, desde el turbio panorama legal hasta las amenazas de muerte y la violencia. Antes de huir a Estados Unidos, Josué, el hijo de Juan Moncada, se había convertido en el conductor del único tractor de la cooperativa. El puesto le ganó el respeto entre las familias del colectivo y se involucró cada vez más en los esfuerzos comunes.
«No quería irme», dijo Josué a Reuters por teléfono desde Tennessee, Estados Unidos. «Pero tenía miedo».
«Se la regalaron»
Esmilda Rodas, viuda de Moncada y madre de Josué, nació en el Valle del Aguán en 1985.
Su madre se mudó allí desde el sur de Honduras para aprovechar la reforma agraria. El esfuerzo, consagrado en la Constitución, expropió tierras consideradas improductivas de los grandes terratenientes, les pagó y la redistribuyó a los trabajadores sin tierra, otorgándoles derechos de propiedad colectiva.
«La producción agropecuaria debe orientarse preferentemente a la satisfacción de las necesidades alimentarias de la población hondureña», señala la Carta Magna.
Como otros beneficiarios, la familia de Rodas se unió a una cooperativa. En su finca de propiedad colectiva, conocida como Paso Aguán, cultivaban maíz, frijoles, yuca e incluso algo de palma.
Pero la reforma, aunque común en otras partes del mundo en desarrollo, generó división. En 1992, un gobierno favorable al mercado otorgó a las cooperativas permiso para vender sus tierras y levantó temporalmente el requisito de que el Estado debía aprobar cualquier transacción que involucrara la propiedad concedida por la reforma.
La familia de Rodas resistió las ofertas para vender Paso Aguán, pero otros en su cooperativa los superaron en votos.
En 1993, la cooperativa completó la venta de sus aproximadamente 700 hectáreas de tierras agrícolas a una empresa precursora de Corporación Dinant SA de CV, un productor de alimentos de propiedad familiar que hoy es uno de los mayores cultivadores de palma en Honduras. Los Rodas obtuvieron menos de 3,000 dólares de la venta, usando un tipo de cambio actual, una cantidad que la familia dijo a Reuters que consideraron injusta.
Su queja no fue rara.
Debido a que algunos campesinos estaban ansiosos por obtener efectivo y el mercado estaba distorsionado por la coerción y la falta de supervisión, muchas granjas en ese momento se vendían por una fracción de su valor real.
«La tierra prácticamente se la regalaron», relató Renán Valdez, exdirector regional del Instituto Nacional Agrario, la agencia a cargo de la reforma agraria.
Algunos grandes terratenientes, incluido el que compró las 700 hectáreas a la cooperativa Paso Aguán, no refutan la afirmación. «Dinant compró tierras de las cooperativas de agricultores a un precio inferior al del mercado», admitió a Reuters el portavoz de Dinant, Roger Pineda.
A pesar de que la nueva ley quitó el requisito de aprobación del Estado, el Congreso revirtió ese cambio en 1994, lo que llevó a cuestionar las transacciones a muchos de los que se oponían a las ventas en aquel momento.
El dinero cambió de manos, pero los títulos de propiedad, emitidos por la agencia que administraba la reforma agraria, a veces no. El resultado: relatos incongruentes y papeleo contradictorio que avivan el conflicto en la actualidad.
Después de la venta de Paso Aguán, la familia de Rodas, la viuda de Moncada y otras personas de la cooperativa continuaron viviendo en casas de adobe y bloques de hormigón cercanos.
El padre de Esmilda, José Rodas, se encontró trabajando en los mismos campos, con un salario que hoy sería de 25 dólares por semana y sin la comida que había podido llevarse a casa de la finca. Los nuevos propietarios ordenaron a los trabajadores que plantaran palma en todo el terreno, incluso en las áreas donde alguna vez cultivaron para subsistir, y bloquearon su acceso al río Aguán, donde antes pescaban.
«No me daba para mantener a la familia», narró José, quien pronto abandonó los campos. Como otros miembros de la cooperativa, comenzó un trabajo irregular como jornalero para otros empleadores.
Pineda, el portavoz de Dinant, dijo que la compañía siempre ha seguido las leyes laborales hondureñas y ha proporcionado «empleos sostenibles y bien remunerados».
Dinant y sus prestamistas serían más tarde el objetivo de activistas y grupos de derechos humanos con demandas por sus adquisiciones de tierras y presunta violencia por parte de sus vigilantes de seguridad privados. Pineda detalló que seis guardias de la empresa fueron juzgados por el asesinato de cinco personas después de una disputa en 2010, pero fueron absueltos.
Agregó que 33 miembros del personal de Dinant, incluidos guardias, han muerto en el conflicto por la tierra desde que comenzó.
Durante el resto de la década de 1990, grandes empresas y familias adineradas compraron aún más tierras.
Si los incentivos financieros no eran suficientes, algunos grandes compradores, junto con miembros de cooperativas deseosos de vender, utilizaron sobornos, amenazas y violencia para presionar a los que se resistían, denunciaron lugareños y activistas de derechos humanos. «Le dispararon tantas veces a la casa que mi mamá nos hizo dormir en el piso», contó Martha Arnold, cuya familia se opuso a la venta de otra granja colectiva en el valle. Más tarde dejó el Aguán y ahora vive en Houston.
A principios de la década de 2000, muchos lugareños se estaban marchando.
Las ventas de aceite de palma se dispararon, pero la economía se volvió menos diversa. En la década siguiente a la ley que autorizó la venta de tierras, la cantidad de efectivo que circulaba cada mes en las calles de Tocoa se redujo en un 80%, apuntó Miguel Macías, sociólogo de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras y autor de un libro sobre el Aguán. Los ingresos crecientes se destinaron principalmente a los bolsillos y cuentas bancarias de los grandes terratenientes.
Esmilda Rodas, de 17 años en ese momento, conoció a Juan Moncada en 2002. Ante la escasez de trabajo, se mudaron a la costa caribeña, donde él trabajó como jornalero. Tuvieron un hijo, Josué.
Su padre y sus colegas de la antigua cooperativa, mientras tanto, se sintieron frustrados por la falta de oportunidades. Ellos y otros grupos iniciaron esfuerzos para reclamar tierras, cuestionando la legalidad de las ventas y presionando al Gobierno.
En 2008, el exgobernanente Manuel Zelaya, esposo de la actual presidenta electa, firmó un decreto que autorizaba a la agencia de reforma agraria a reanudar las expropiaciones. Los grandes terratenientes se indignaron. Francisco Funes, el director del instituto agrario en ese momento, dijo a Reuters que su personal recibió amenazas cuando fue desplegado para inspeccionar las tierras. «Tuve que acompañar a mi gente con militares y policías», narró.
Al año siguiente, los soldados sacaron a Zelaya de la cama y se lo llevaron en avión a Costa Rica. Uno de sus ministros fue trasladado al extranjero en una aeronave privada, que luego se descubrió que pertenecía a la familia propietaria de Dinant. No está claro cómo se consiguió el avión. Dinant dijo a Reuters que fue utilizada sin el conocimiento de la familia o de la compañía.
Los militares dijeron que habían derrocado al presidente, en concierto con el Congreso y una orden judicial, porque Zelaya buscaba cambios constitucionales para revertir la prohibición de reelección. El golpe fue aplaudido por algunos hondureños adinerados molestos por las políticas de Zelaya.
El Valle del Aguán estalló en protestas.
A fines de 2009, miles de campesinos ocuparon más de dos docenas de fincas propiedad de grandes terratenientes. El enfrentamiento se volvió violento, ya que los trabajadores rurales lucharon contra los grandes terratenientes, el personal de seguridad privada y la policía. Las autoridades arrestaron a muchos de los que ocupaban las tierras, pero resolvieron pocos del número creciente de asesinatos.
«Las vidas de nosotros no valen nada»
En 2011, en medio del creciente caos, Rodas y Moncada regresaron a casa. Ahora tenían dos hijos, Josué y una hija.
Las cooperativas del Aguan, decenas de cuyos miembros habían perdido a sus familiares por la violencia, acusaron a las fuerzas de seguridad públicas y privadas de los homicidios. Dinant estaba entre las empresas a las que se señalaba de forma creciente.
Ese año, la Sociedad Alemana de Inversión y Desarrollo, un prestamista respaldado por el Estado conocido como DEG, canceló un préstamo de 20 millones de dólares que había autorizado para Dinant porque no podía financiar proyectos en un área de creciente conflicto, dijo a Reuters Anja Strautz, portavoz de la institución. Las condiciones necesarias «para resolver el conflicto de tierras estaban fuera del control de DEG», añadió.
Dinant manifestó a Reuters que la cancelación del préstamo no tenía nada que ver con su conducta u operaciones. La empresa nunca fue acusada de ningún homicidio.
En julio de 2012, Gregorio Chávez, vecino de Rodas, desapareció. El colectivo buscó durante varios días y finalmente encontró su cadáver en los campos de Paso Aguán. El asesinato unió a la comunidad, que adoptó el nombre de Chávez para su cooperativa. Algunos miembros dijeron en ese momento que sospechaban que los guardias de seguridad de Dinant habían estado involucrados en el asesinato.
Dinant aseguró que no tuvo nada que ver con la muerte de Chávez. «No es, ni ha sido, política de la empresa la eliminación de campesinos», informó la firma en un comunicado en el momento del asesinato.
Los asesinos de Chávez nunca fueron identificados ni tampoco otros a medida que aumentaba la tensión. «La consecuencia de las investigaciones inadecuadas y la falta de transparencia ha sido una impunidad prácticamente total», escribió Human Rights Watch, la organización activista internacional, en un informe de 2014.
Ese año, el gobierno hondureño anunció un nuevo grupo de trabajo de investigación, la Unidad de Muertes Violentas del Bajo Aguán. Su misión: «Atender de forma inmediata los hechos de muertes violentas (…) reduciendo con ellos los índices de impunidad».
Las organizaciones campesinas, los grupos de derechos humanos y otros críticos señalan que la unidad ha hecho poca diferencia. Los asesinatos emblemáticos, como el de Chávez, siguen sin resolverse, denuncian.
Mora, el portavoz del Ministerio Público, no respondió una pregunta de Reuters sobre Chávez u otros casos sin solucionar. Entre las 25 muertes por las cuales los documentos del ministerio dicen que los fiscales obtuvieron condenas, dos involucraron asesinatos en los alrededores de Paso Aguán, la finca que alguna vez fue propiedad del colectivo.
En agosto de 2017, los miembros de la cooperativa invadieron Paso Aguán. Esgrimiendo sus títulos originales de tierra, afirmaron ser sus legítimos propietarios. Poco después, los cuerpos de dos guardias de seguridad de Dinant, ambos con heridas de bala y las manos atadas a la espalda, fueron encontrados en las afueras de la finca.
La cooperativa negó haber participado en su asesinato. Las muertes no se han resuelto.
En abril de 2018, el personal de Dinant y un grupo de soldados que habían permanecido en Paso Aguán después de que el colectivo lo tomó se retiraron de la propiedad, dijo la empresa.
Tanto la cooperativa como Dinant siguen reclamando la tierra, pero la cooperativa ahora la cultiva. Cuidan la palma que ya estaba allí, pero vuelven a plantar maíz, frijoles y otros alimentos.
Reuters no pudo confirmar de forma independiente cuál de las reclamaciones de la finca es la legítima.
Ramón Antonio Lara Buezo, director saliente de la agencia de reforma agraria, dijo a Reuters que el Gobierno actual considera válidas las ventas controversiales a menos que los tribunales determinen lo contrario.
«Solo por sentencia de Juez competente es posible la nulidad de aquellas ventas que se consideren dolosas realizadas», escribió en una declaración.
La tensión no han hecho más que aumentar desde que la cooperativa recuperó el predio.
Las bandas criminales, que trasladan cada vez más cocaína desde Sudamérica, también han empezado a extorsionar a los pobladores, a apoderarse de tierras de cultivo y a robar cosechas. Al igual que con los asesinatos, dicen los lugareños, las autoridades no han investigado eficazmente.
En mayo del 2018, la cooperativa votó para expulsar a un miembro llamado Santos Torres, quien ya murió. Una vez uno de los líderes del grupo, miembros alegaron que estaba involucrado con una de las pandillas.
Después de su expulsión, integrantes de la cooperativa dicen que Torres comenzó a apoderarse de parcelas en la finca, obligando a otros miembros a irse y cosechando cultivos para su propio beneficio.
Moncada y otros dirigentes de la cooperativa presentaron informes policiales y una denuncia ante la fiscalía, según documentos revisados por Reuters. Los documentos denunciaban una serie de amenazas y violencia por parte de Torres y su banda. Ninguna autoridad respondió, según la cooperativa.
La policía y la fiscalía no contestaron a solicitudes de comentarios de Reuters.
«Las vidas de nosotros no valen nada», dijo Marlen Echeverría, trabajadora de la cooperativa, quien dijo que fue seguida por miembros armados de la banda de Torres mientras caminaba hacia su trabajo en la granja.
En noviembre de 2020, huracanes consecutivos azotaron Honduras, inundando el Valle del Aguán. Más miembros de la cooperativa se marcharon.
En enero, Kevin Moncada, un sobrino de 23 años de Juan Moncada, se unió a una caravana de migrantes con destino a Estados Unidos. Cruzó la frontera con su hijo pequeño y pidió asilo, según dijo a Reuters. Ahora vive en Tennessee y trabaja en la construcción mientras espera su cita en la corte.
La Patrulla Fronteriza y de Aduanas de Estados Unidos dijo que no podía comentar sobre casos individuales de migrantes.
A finales de junio, un hombre armado entró en un servicio religioso cerca de Paso Aguán y mató a tiros a Torres, el cooperativista expulsado. Su asesinato no ha sido resuelto. A Moncada le dispararon 10 días después.
Josué, el hijo de Moncada y Rodas, llegó a Estados Unidos.
Kevin, el primo de Tennessee, reunió 4,700 dólares para pagar a traficantes para que Josué cruzara México. El joven llegó a la frontera de Estados Unidos en agosto, dijo a Reuters, y luego se entregó a las autoridades. Pasó un mes en un refugio para menores no acompañados en Texas, según sus documentos de inmigración, y fue liberado bajo la custodia de su primo.
Ahora trabaja en el mismo equipo de construcción, dijeron Kevin y él a Reuters.
Rodas, la madre de Josué y viuda de Moncada, sigue trabajando en la finca. Quita la hierba con un machete para que los compañeros de la cooperativa puedan cosechar más fácilmente. Con pocas respuestas al turbio conflicto, espera no obstante que las autoridades puedan restablecer algún día el orden.
«Lo que pido es justicia (…) todo se queda en impunidad», lamentó.
(Con reporte adicional de Gustavo Palencia; editado por Paulo Prada; traducido por Adriana Barrera y Raúl Cortés Fernández; editado en español por Javier López de Lérida)
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