Por Marco Zanelli Berríos
En los libros de Mario Bellatin habitan seres anómalos, regidos por normas de dominación en un mundo la mayoría de veces sin patrias, donde la belleza y la muerte suelen mantener un diálogo tenso. Prueba de ello es “Salón de belleza”, icónica novela reeditada este año por Animal de Invierno, pero también “Diwan Bellatin” (Personaje Secundario), un díptico que reúne los títulos “El palacio” y “Kafkafarabeuf”. Dos libros que fueron presentados en la última Feria del Libro Ricardo Palma.
Fue en el último día de este evento que el narrador mexicano recibió a Latina Noticias en el sótano de un hotel miraflorino. Una conversación que, como muchos de sus libros, se volvió rizomática, con digresiones, aunque conducida por el azar de sus recuerdos en torno a esa Lima de la década de 1990 en la que se forjó como escritor, pero también por sus ideas sobre la escritura, arte que pone en práctica desde hace más de tres décadas.
Nada más parece interesarle fuera del acto de escribir. La parafernalia alrededor de la literatura le molesta. “Yo no quiero ser famoso, no soy una estrella de rock”, afirmó. Pero muy a su pesar, al menos para un grupo de lectores en distintos países de distintas lenguas, es alguien cuyo discurso resulta atendible, por decir lo menos. Tanto, tal vez, como esos libros que compone entre una antigua máquina Underwood y un iPhone.
Corre la historia de que Miguel Gutiérrez fue de uno de los primeros lectores de tus primeras novelas. ¿Recuerdas qué te dijo luego de leerlas?
Los lectores de lujo que he tenido cuando recién tenían los primeros libros fueron Miguel Gutiérrez, Oswaldo Reynoso y también Blanca Varela. Tuve ese gusto, placer, privilegio, que también podría extender a Julio Ramón Ribeyro, quien también me leyó, así como (Mario) Vargas Llosa. Y bueno, Miguel Gutiérrez era una persona muy cálida. Tenía una imagen pública muy dura, muy exigente, con libros controversiales, pero en la vida cotidiana era muy distinto. Él escuchaba mucho, no era tanto de hablar ni de perorata. Y, sobre todo, me acuerdo que él estaba muy atento a saber qué cosa iba sucediendo en la literatura contemporánea para establecer un diálogo. Era un gran fanático, para sorpresa de muchos, de Kafka. Pasé junto a él por momentos muy dolorosos, cuando asesinaron a su primera esposa en El Frontón. Estuve con Pilar Dughi en el entierro, acompañándolo.
¿Llegó a leer el manuscrito de “Salón de belleza”?
El que lo leyó y lo corrigió y me hizo una apuesta fue Oswaldo Reynoso. Le tuve que pagar la apuesta. Recuerdo que le conté que había recibido las pruebas de galera de Jaime Campodónico (primer editor de la novela), y Oswaldo me dijo que no hay nada peor que un autor corrija sus propias galeras. Entonces él las corrigió y dijo que este era un libro que iba a ser traducido.
¿Que iba a tener éxito?
No sé si éxito sea la palabra. Le tuve que pagar un whisky (a Oswaldo).
¿Qué más recuerdas de aquellos años en la Lima de los ochenta?
Recuerdo mucho a Aníbal Quijano, que decía: esto sería un gran teatro, un gran circo, si no hubiera muertos. Si le quitan los muertos, esto sería una comedia de equivocaciones. Una cosa desbordada, carnavalizada. Me preguntaron la otra vez qué cambios sentía en Perú y no encuentro ninguno de fondo, de raíz. Hay más edificios, se quiere parecer a Río de Janeiro. En Lima yo me pierdo, porque todo es igual. Cuando yo era niño, todo era muy delimitado; en cambio, ahora todos son pistas dobles, con el Tambo en la esquina. Creo que el patrón de Miraflores es muy parecido al de Brasil: edificios igualitos, el portero, el garaje. Hay como una estandarización de una supuesta modernidad absurda. No creo que haya cambios profundos.
¿Sueles estar atento a los hechos que ocurren en Perú?
Sí, esperanzado (ríe). Cada vez que vuelvo, siento que han cambiado algunas cosas, sobre todo en lo que más me interesa, que tiene que ver con el arte y la literatura. Esta aparición de editoriales independientes. Siempre hubo en Perú algo muy curioso, pese al horror generalizado: siempre surgen personajes muy fuera de orden que en el mundo no encuentras. Por ejemplo, Edgard Guillén, que hace este teatro delivery, o Rafael Hastings, que estaba casi siempre encerrado en su estudio frente al mar en Barranco y nunca estaba en ningún lado. Son como monjes haciendo obras que transcurren en otro tiempo, otro espacio. Esas empresas quijotescas continúan, pero son soterradas, medio under, nunca oficialista. Pero en general hay una crisis de la que no se sale nunca.
Una especie de crisis moral sin pausas.
Sí, y son los mismos personajes con diferente cara. Y siempre hay chivos expiatorios que van pagando la culpa de otros. Los vivos de siempre, figuras de poder que se juntan alrededor para el mismo partido de siempre.
Muy parecido al contexto de cuando escribiste “Salón de belleza”. ¿Qué circunstancias rodearon la escritura de esta novela?
Fue en el año 94. Había una peste, el VIH, que sigue habiendo, pero estaba en el centro (de atención) y era como una sentencia de muerte. Pero yo no tenía contacto real con eso. Conocía algunas personas que murieron (de VIH), pero no estaban en mi entorno. Veía, sí, que las manifestaciones culturales de ese entonces —películas como ‘Filadelfia’— eran muy maniqueas: la sociedad era mala, no aceptaba a la víctima. Fue la primera vez que me enfrenté más racionalmente desde el sufrimiento máximo que ahora vivimos a nivel mundial. Hoy cada sociedad quiere pensar que es la dueña de la tragedia, pero hay tragedias mundiales, como en Palestina, Kurdistán, México o Estados Unidos (no sé cómo hace este país para ocultar, por ejemplo, las millones de muertes en grandes ciudades como Los Ángeles, San Francisco, Washington). La gran diferencia es que ahora todo es anónimo, a diferencia de las guerras mundiales.
En esos casos había uno o varios rostros visibles.
En el feminicidio, la minería, el narcotráfico, las víctimas son anónimas. Creo que hay un gran error en haber tenido víctimas visibles, como en Argentina y Chile. Por eso fueron dictaduras con principio y fin: los victimarios y la víctima mostraban el rostro. Por eso se acabó el sistema nazi, pero no se acabó el espíritu. Se creó una retórica (para luchar contra esto): el famoso “esto no se va a volver a repetir”. Pero el espíritu adquirió formas mucho más sutiles y mucho más invisibles. Y también estamos acostumbrados, desde un punto de vista binario y occidental —como si leyéramos una novela de Agatha Christie— a preguntarnos quién es el asesino. Los asesinos son muchos y por diferentes causas. No está visible la víctima y el victimario.
¿Cómo dialoga todo esto con el trasfondo de “Salón de belleza”?
La muerte, ¿no? Cuando yo escribía “Salón…”, yo quería escribir sobre la peste. Los libros no los veo individuales, sino por épocas, y en ese momento publiqué “Efecto invernadero”, “Salón de belleza”, “Damas chinas” y “Canon perpetuo”. Quería tratar las constantes de los libros sagrados que siempre van a continuar: la guerra, por ejemplo. Dentro de cinco años habrá otra. Y la peste lo mismo. Pareciera que en esa época el sida estaba de “moda”, pero hoy el sida está igual que antes, solo que no bajo el mismo reflector.
La escritora chilena Lina Meruane habla del sida como una endemia, ya que vive entre nosotros sin ser reconocida como una epidemia.
Claro, dentro de este pensamiento lineal, se cree que una enfermedad reemplaza a otra, como si fuese un auto. Pero así no es. Y hay una cosa rarísima respecto del sida: las mujeres fueron excluidas. Fue una enfermedad que se simbolizó en hombres, pero ellas son las víctimas actuales y no hay campañas de protección. Con el Covid-19, por ejemplo, en una de las olas que azotó a Miami —un estado muy trumpista y antivacunas— tuvieron que abrir la biblioteca pública para que la gente muriera en el sótano y yo vi las fotos y ahí se reprodujo la escenografía de “Salón de belleza”, que ya había cesado. Si bien es cierto que el sida continúa, la escenografía es diferente por los retrovirales, la medicina. Pero la escenografía del libro volvió a aparecer y esta edición de Animal de Invierno nace bajo el influjo del Covid. Sabiendo del eterno retorno de la peste, yo quiero hablar de las relaciones extrañas entre belleza y muerte. Por eso me interesó volverlo a publicar por la peste que acabamos de sufrir. Fue algo que estuvo a la vista de todo el mundo, algo terrible y muy olvidable, también. Además, quise hacer que mi propia escritura fuese como parte de una sola escritura, como si fuese un lego de una parte más grande. Entonces, está escrito con un rigor que tuve en cierto momento, pero fui perdiendo, y ahora lo estoy retomando. Yo quiero que el texto sea un pretexto para que yo como lector tenga la libertad de reconstruir.
¿Intervenir la nueva edición de “Salón de belleza” es una manera de corregir al Mario Bellatin que escribió este libro en los noventa?
Es que corregir parecería ser que estuvo mal. No es corregir. Todas las ediciones son válidas. El Mario Bellatin del 95 no es el mismo que el de ahora. Y creo que uno de los elementos fundamentales al concebir la literatura como un arte es la libertad. Y tengo la libertad de hacer lo que quiera con mi texto. Hay una especie de mandato no escrito de que no se puede tocar el texto, entonces yo quería ir contra estos mitos que todos respetan de una manera impresionante. Entonces, quiero escribir ahora de esta manera, porque es una pieza más de un solo gran libro, extenso, que puedo ir armando como una pieza. Por eso ahora es un bloque, transparentado, sin comas.
“El palacio” y “Kafkafarabeuf”, los dos títulos que componen “Diwan Bellatin”, tampoco tienen comas. ¿Qué tienes contra ese signo de puntuación?
(Ríe) Cuando hablaba de ese sistema, ese método, es que trato de buscar la menor cantidad de elementos posibles como para constreñir, cerrar; como si tuviera la incapacidad absoluta de usar elementos narrativos para, al momento de forzar las cosas, poder decir lo mismo de una manera distinta. Y también para crear un ritmo y uniformizar toda la escritura y hacer evidente que se trata de una sola. “Salón de belleza” es una pieza más.
“El palacio” me parece una summa de tu obra. Está la reunión de seres anómalos, el ambiente enrarecido, la dominación…
En general, y aparte también están los libros espejos. Todo el mundo dice: qué le pasa a este, queremos leer algo nuevo. ¿Por qué? Sabes que la escritura, no sé, está llena de verdades que los creadores respetan mucho. ¿Por qué no puedo volver a escribir sobre lo mismo? Y no es un capricho.
¿No te parece estar escribiendo siempre el mismo libro?
Sí, eso quiero, ese sería mi deseo. Porque me gusta cuando alguien más hace siempre la misma película. Andréi Tarkovski filma siempre la misma película. Trata, claro, sobre algunas otras cosas. Tuve la suerte de ver el cine soviético antes de la perestroika y había muchos Tarkovski que creaban universos propios. Ayer puse de ejemplo a Onetti, o Rulfo, o Faulkner. Es el mismo libro. ‘Pedro Páramo’ está en diferente formato, cuenta distintas cosas, pero es el mismo universo. Me interesa la escritura más que la literatura. Porque veo que cada vez más la gente quiere estandarizarse en principios ajenos. “Esto es lo que se debe hacer”. Para mí, la escritura es lo que no se debe hacer. No por capricho, sino porque cada quien es diferente. Es como escribirte a ti mismo por dentro para dejar una huella única, propia, personal. Mala, no sé, eso no importa. Incluso en la presentación dudaba si les gustó el libro (“Diwan Bellatin”) o no, pero esto está más allá, porque es un proyecto mío conmigo.
De un tiempo a esta parte, ¿cuánto se ha radicalizado tu escritura?
Muchísimo y tuvo que ver la peste. En ese tiempo, quebró mi estudio, simbólicamente. Yo solía estar encerrado trabajando, pero tenía conexión con el resto de la sociedad. Pero cuando me di cuenta que todos estaban dentro, un hilo tensor se destruyó, y me quedé desconcertado con mis formas tradicionales de trabajar. Nos fuimos con mis amigos a las montañas e hicimos vida comunitaria. Entonces estuve encerrado en ese pueblo y descubrí nuevas formas de trabajo.
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