CIUDAD DE MÉXICO (Reuters) – A fines de octubre de 2021, la defensora medioambiental Irma Galindo salió de su casa, en una remota comunidad indígena del sur de México, para reunirse en la capital con autoridades de un programa estatal de protección a activistas al que pertenece, donde evaluarían las amenazas que había recibido por su labor.
Pero ella, entonces de 41 años, nunca llegó a la cita con funcionarios de la Secretaría de Gobernación (Segob), que tienen a su cargo el Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, conocido como «el Mecanismo».
Compañeras de lucha la reportaron como desaparecida a principios de noviembre y dijeron que hay elementos suficientes para asegurar que el caso guarda relación con su lucha en contra de la tala ilegal de árboles en su natal Oaxaca, una de las actividades más lucrativas del crimen organizado en México.
Galindo sigue desaparecida y las autoridades han hecho pocos progresos en su caso. Pero su historia no es única en México.
Desde que Andrés Manuel López Obrador asumió la presidencia en 2018, al menos 45 ambientalistas han sido asesinados, según cifras oficiales compartidas con Reuters, más que durante gobiernos previos, colocando a México como el segundo país más peligroso del mundo para estos activistas después de Colombia.
La cifra, sin embargo, es conservadora ya que sólo incluye a beneficiarios del Mecanismo y deja por fuera a decenas de otros ecologistas ejecutados, coincidieron activistas. Según la ONG local Centro Mexicano de Derecho Ambiental (Cemda), bajo López Obrador al menos 58 ambientalistas han muerto, siendo 2021 el año más violento para la profesión con 25 asesinatos.
Los números ilustran la peligrosidad de ciertos tipos de activismo social en la gestión del mandatario, quien prometió acabar con la violencia pero va camino a tener el peor registro de crímenes violentos en la historia moderna de México.
«Cuando el Mecanismo actúa, muchas veces es demasiado tarde», se lamentó Sara Méndez, consejera ciudadana de la Defensoría del Pueblo de Oaxaca y miembro de la organización civil Comité de Defensa Integral de Derechos Humanos Gobixha.
Días antes de desaparecer, Galindo envió una carta a los encargados del Mecanismo asegurando que tenía «miedo de morir» y los denunció por no haberle otorgado «seguridad».
«Voy a dejar de esconderme para proteger mi pellejo a cambio de que el gobierno federal, las organizaciones que se dicen ecologistas y gente que dice amar la naturaleza me ayude a desarticular la mafia del poder que está matando a mi gente de la montaña», escribió en una carta fechada el 22 de octubre.
Un día después, mientras estaba en la capital, hombres armados irrumpieron en su comunidad, San Esteban Atatlahuca, y asesinaron a siete personas, hirieron de bala a otra y quemaron decenas de casas, según pobladores consultados por Reuters.
Algunos ambientalistas han criticado al mandatario por hacer poco para abordar el problema y hasta minimizar la importancia del activismo ambiental y los peligros de algunas de sus obras insignia, como un tren a través de la selva Maya. Pero López Obrador ha insistido en que es un «aliado» del medioambiente.
«PODÍA ESPERAR»
Pese a que las amenazas contra Galindo no eran nuevas, ella recién entró a formar parte del Mecanismo en 2021.
El programa ofrece diversos grados de protección, desde poco más que un registro de amenazas hasta geolocalizadores para activistas o incluso guardaespaldas y asistencia para huir del país.
Desde hace cuatro años comenzó a denunciar la tala ilegal del bosque en la región mixteca, una zona que abarca 35,000 kilómetros cuadrados -un área del tamaño de Taiwán- de los estados sureños Guerrero y Oaxaca, así como el central Puebla.
Ella expuso la existencia de un aserradero que destruía el bosque, según dijo, con permisos de las autoridades. Ni la Secretaría del Medioambiente -que da las licencias para explotarlos-, ni autoridades de Oaxaca respondieron a solicitudes de información por parte de Reuters.
Entonces empezó su calvario: fue hostigada, perseguida, difamada y amenazada de muerte por parte de servidores públicos y de familiares, según denunció Galindo y la ONG Red Nacional de Defensoras de Derechos Humanos en México, que la apoyaba.
En octubre de 2019, ella acusó de «hostigamiento y persecución» a dos autoridades de San Esteban Atatlahuca.
Un mes más tarde, su casa y las de otros activistas fueron incendiadas, lo que la obligó a salir del país. Galindo responsabilizó del ataque a autoridades locales.
A pesar del riesgo, regresó a su pueblo y continuó su labor. «Volví porque yo no tengo por qué esconderme, no estoy haciendo nada malo, estoy defendiendo un bosque que beneficia a nuestras comunidades», comentó entonces.
El tráfico de vida silvestre ha aumentado de manera notable en los últimos años en México, según reconocen autoridades, convirtiéndose en uno de los negocios ilegales más redituables de peligrosos grupos del crimen organizado como el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) o el Cártel de Sinaloa.
Pese a estos antecedentes, el caso de Galindo fue calificado por parte del Mecanismo como «ordinario», lo que significa que «podía esperar» y que «su vida no corría peligro», aseguró la Red Nacional de Defensoras de Derechos Humanos en México.
Las fiscalías de Ciudad de México, donde ella desapareció, y de Oaxaca, donde recibió las amenazas, investigan el caso pero tras seis meses no hay avances. Activistas creen que el caso de Galindo engrosará la lista de los que quedan sin resolver.
Según cifras oficiales, de los 45 ambientalistas asesinados desde diciembre de 2018 sólo se ha dictado sentencia en dos casos, lo que supone una impunidad del 96%.
«Lamentablemente esta situación que padecemos como Estado mexicano la venimos arrastrando hace más de 15 años, más de 15 años en donde no se ha podido lograr parar el aumento de agresiones», confesó Enrique Irazoque, titular de la Unidad para la Defensa de los Derechos Humanos en la Segob.
«Por más que podamos edificar un sistema efectivo de protección, mientras existan esos índices de impunidad va a ser difícil acabar con el problema», agregó.
ESTADO AGRESOR
Al menos el 40% de las agresiones cometidas en contra de defensores del medioambiente en México provienen de funcionarios estatales, particularmente de autoridades locales, de acuerdo a cifras oficiales.
«Hay un gran porcentaje de autoridades, sobre todo de autoridades municipales, que son las opresoras de personas defensoras, y aquí tenemos un problema grave porque, finalmente, las autoridades locales no solamente no contribuyen en la solución sino que son parte del problema», dijo Irazoque.
En muchos casos, aquellos funcionarios locales están coludidos con el crimen organizado. Cuando no, son asesinados como demuestran los más de 200 crímenes contra alcaldes que se han suscitado en el país desde 2004, de acuerdo a una investigación publicada en el Instituto Baker de Política Pública de la Universidad de Rice.
Actualmente, el Gobierno está dialogando con autoridades, especialistas y víctimas en busca de una nueva ley general para personas defensoras de derechos humanos y periodistas, con la que pretende ponerle un alto a los asesinatos.
Sin embargo, especialistas consultados por Reuters aseguran que el cambio legal no es necesario para cumplir con el deber del Estado de defender a activistas.
«Pueden establecer cualquier ley pero si no hay voluntad política para hacer cumplir las normas establecidas y atender el estándar de protección internacional al cual México se ha obligado, la situación de las personas defensoras en México seguirá siendo la misma», se lamentó Luz Coral, del Cemda.
Mientras los cambios llegan, los ambientalistas mexicanos siguen en pie de lucha.
Uno de ellos es Fernando Jiménez, quien aseguró que ha recibido amenazas desde que su compañero de lucha, Tomás Rojo, fue asesinado en 2021, según familiares, por oponerse a un acueducto que alimenta a la ciudad norteña Hermosillo desde el río Yaqui, asegurando que está secando Vícam, su pequeño pueblo en el desierto de Sonora, uno de los más grandes del mundo.
Dos meses después del asesinato de Rojo, en julio, una decena de hombres, incluidos siete yaquis, fueron secuestrados por un presunto comando del crimen organizado en Sonora. Los cuerpos de cinco de ellos fueron identificados en septiembre, pero el resto siguen desaparecidos, en un caso que Jiménez cree que está relacionado con la defensa del agua.
«Sigue persistiendo el miedo, pero no la cobardía. Vamos a seguir luchando porque nos estamos quedando sin nuestros recursos naturales», dijo Jiménez, de 55 años, en una entrevista telefónica con Reuters. «No sabemos a quién recurrir».
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