"Yo, Pedro" es el testimonio personal del reconocido cantautor peruano Pedro Suárez-Vértiz, quien recorre las distintas etapas de su vida, desde su infancia hasta su paternidad, desde sus éxitos en la música hasta su encuentro con la escritura.
En «Yo, Pedro», el fallecido Pedro Suárez Vértiz decidió compartir abiertamente su experiencia con un desorden neuromuscular que, finalmente, le quitó la vida. El artista contó cómo esta condición impactó su vida personal y profesional desde que lo diagnosticaron en 2011. Conoce los detalles de su valiente testimonio y descubre cómo enfrentó los desafíos de esta enfermedad rara.
En el libro, que este año fue reeditado para conmemorar el décimo aniversario de su publicación, el músico contó que, a pesar de enfrentar dificultades con la prensa, mantuvo su carrera en ascenso, aunque se vio afectado cuando los medios se centraron en su problema de dicción. La intensa exposición mediática durante sus conciertos lo llevó a tomar la decisión de detener sus presentaciones para preservar su imagen y salud. Después de varios estudios médicos, recibió el diagnóstico de un desorden motor, específicamente una forma atípica de enfermedades de las neuronas motoras (MND).
Su vida familiar y profesional se vio afectada, pero Pedro recuerda que decidió enfrentar la situación con entereza. Compartió sus luchas con la prensa, intentando explicar su condición, pero se encontró con dificultades para transmitir la complejidad del problema. A pesar de las adversidades y la frustración, decidió mantenerse alejado de la exposición mediática y centrarse en su hogar y su bienestar.
A continuación, compartimos un extracto del libro que se vende a S/49.90 en todas las librerías a nivel nacional y en el extranjero por Buscalibre.com.
«Muchos saben quién soy. O, al menos, saben a qué me dedico. Para mi bien o para mi mal, soy una persona pública. He dado conciertos dentro y fuera del Perú ininterrumpidamente desde julio de 1988 hasta agosto de 2011. Meses antes de mis últimos shows admití en un programa dominguero de reportajes que tenía un problema de dicción, es decir, de mala vocalización. Lo hice porque siempre he hablado de mi vida abiertamente. Me pareció amigable y responsable contarlo. Había firmado con la disquera Warner España y estaba desarrollándome muy bien en ese país. Pasaba un mes en Lima y otro allá, en Madrid, con mucho movimiento en televisión y radio. Pero, sobre todo, con muchos conciertos. Me había costado varios años tener una presencia integral en el extranjero, es decir, con mi música en el escenario, el disco en la tienda y mis videoclips y entrevistas en la tele. Todo andaba sobre ruedas.
Hasta entonces había manejado mi carrera cómodamente desde Lima y Miami, grababa discos y visitaba todos los países de América para promocionarlos. Sony era una disquera muy poderosa, y sus sedes mundiales obedecían toda orden que viniera de la oficina central de Miami o Nueva York. Así obtenía una extensa difusión internacional de mi música y la venta de discos, lo que me mantenía vigente como artista de la compañía. Hasta ahora no puedo creer que haya ganado desde la comodidad de mi casa premios en Panamá, México y España sin haber siquiera vivido allá. Me mandaban en vuelos de primera clase a todos los países y pagaban estudios de lujo para grabar mis discos, además de producir videos carísimos con los mejores directores. Toda esta inversión es la típica antesala para generar una superventa internacional que generalmente ocurre con el tercer disco.
Yo andaba en el segundo álbum producido por Sony, pues el primero lo hice yo mismo y ellos solo lo firmaron. Pero la piratería fonográfica, a raíz del boom de los quemadores de discos compactos domésticos, arremetió con todo y redujo a cenizas las compañías discográficas. Un disco original costaba cincuenta soles, y uno pirata, dos. Sony Discos de Miami y Sony Perú cerraron. Esto me obligó, después de años de andar atrapado en una compañía que ya no existía, a migrar a Warner España, que ya no era una disquera poderosa por la caída del mercado, y firmar como artista local. Por eso me instalé en España para comenzar de nuevo. Y lo hice con el pie derecho. Todo iba viento en popa. Estaba empezando de nuevo, pero tenía una carrera muy conocida en Latinoamérica que me dejaba un excelente repertorio para hacer conciertos y mucha información de respaldo en internet. Warner se portó muy bien conmigo. Viajé a España, a Miami, a Los Ángeles, a Nueva York, y estaban felices por la difusión que mi manager, desde las épocas de Arena Hash, Robelo Calderón, había conseguido. En pleno auge profesional, confesé mi problema neuromuscular en el Perú. Hay un fenómeno en las personas públicas que solo es explicado en los registros históricos con una frase insuficiente: «el precio de la fama». Este fenómeno resulta del hurgamiento en los problemas de los famosos bajo la absurda excusa de que estos hechos son de interés público. La verdad, nunca he tenido mayores problemas con la prensa. Conozco su trabajo y lo he estudiado, inclusive, en la universidad. Siempre he dado largas entrevistas, mis premios han sido noticia, he presentado álbumes nuevos, las canciones ranqueadas, he realizado campañas de ayuda, recibido condecoraciones y realizado giras internacionales. Pero todo cambió repentinamente. Los noticieros se volvieron más sensacionalistas que antes y sus columnas de farándula ampliaron sus segmentos y contenidos en todos los canales.
Ese mismo año venía de llenar conciertos en todo el Perú, además de Europa y Estados Unidos, e iba a dar dos grandes shows de cierre triunfal en Lima. Mi sorpresa fue grande al ver cámaras gigantescas, y no las Handycam de siempre, enfocando mi boca durante absolutamente todo el concierto. Mis amigos, los reporteros, me confesaban que la orden era clara: grabar el más mínimo defecto en mi dicción para alrededor de eso hacer un reportaje. No lo podía creer. Se me vino a la mente toda esa teoría de que las noticias exitosas, al cabo de mucho tiempo, generan monotonía. Y presentí que así llenara todos los coliseos del mundo, o tuviera más éxitos musicales, o fuera condecorado, harían informes dándole vueltas y vueltas a mi problema.
La salud es un tópico infalible, porque en los reportajes puedes barajar muchas posibilidades, nombrar terribles enfermedades, invitar a doctores a sugerir los más descabellados males; en fin, hacer mil cosas melodramáticas que llaman mucho la atención. Lo difícil es que, si eres el personaje en mención, no puedes actuar con la tolerancia con la que lo hacías antes, porque escuchar tanta falacia sí te afecta anímicamente. Y como el enemigo número uno de mi problema son las tensiones, concluyes que la fama empieza a dañarte seriamente. Eso me pasó a mí.
Antes era mejor dejar que los medios se saturaran con el escándalo, la gente se cansaba de la noticia y luego la olvidaba. Pero hoy las cosas han cambiado: existe internet, y ahí se perenniza todo. No era justo, entonces, que una carrera musical tan extensamente difundida en medios, como la web, fuera empatada por morbosas notas esparcidas en YouTube, redes sociales y portales de programas televisivos hablando o mostrándome con fallas físicas. En ese momento decidí no alimentar ese inevitable fenómeno y detuve toda presentación por el bien de mi imagen, de mi música y, principalmente, por el bien de mi salud.
Así que desde el comienzo no regalé imágenes explotables, y por eso cancelé toda aparición. Hasta hoy tengo ganas de declarar, de volver a contactar directamente al público, de conversar con mis amigos periodistas, pero mi mensaje jamás sería más llamativo que mis defectos al hablar. Y eso sería penosamente explotable.
Tanta susceptibilidad de mi parte no es por una cuestión de capricho. Los desórdenes neuromusculares se complican muchísimo con las tensiones. Debo alejarme de ellas o alejarlas de mi vida. Debido a que no salgo a declarar, los reportajes en los medios donde se especulaba sobre mi estado de salud resultaron demoledores a nivel anímico para mí. Eso es lo más lamentable de mi problema: que mi sistema nervioso afecta mi calidad muscular.
Recuerdo que hace años, en un viaje, me cambiaron de asiento en el avión por uno mejor ubicado. Lo hicieron desde la entrada de la nave. Pero, ya adentro, una tripulante que no estaba al tanto me llamó la atención y me pidió que volviera a mi asiento original. El pudor por el pequeño incidente me tensionó tanto que no le pude contestar para explicarle. Ese día descubrí que tenía algo más que un problema de estrés. Un problema anímico no era suficiente como para causarme tal bloqueo.
Me consolaba pensando: «Bueno, a otras personas con tensiones les da diarreas, sudoraciones, hasta anorexia o impotencia. Quizá a mí se me manifiesta de esta manera». Fui al neurólogo y pasé un examen completo. No tenía ninguna anomalía en ninguna parte del cuerpo y mi coordinación estaba perfecta. Se me ordenó igualmente una tomografía para completar el descarte. Las placas salieron limpias. Eso significaba que no había tumores ni hidrocefalias ni nada anormal. También se me ordenó una revisión de tiroides, porque a veces un problema hormonal genera disartria. Al final, no tenía nada de eso. Quedé feliz y tranquilo. Solo se me recomendó ver a un psicólogo.
Seguí la recomendación y llegué donde una psicóloga muy buena, extremadamente experimentada, quien trabajaba también como psicóloga forense, es decir, diagnosticaba a gente metida en problemas legales y determinaba en tiempo récord si estaban psicológicamente bien o no. Era muy acertada, con mucho instinto. Nuestras conversaciones eran largas y muy interesantes. No halló traumas ni incoherencias en mí, quizá, un poco de cansancio por tanto viaje. Tampoco se me diagnosticó depresión ni nada parecido. La verdad, esperaba algún tipo de desarreglo psicológico para atacarlo con medicinas o terapias, y así recuperar mi buena vocalización. Pero nada de eso ocurrió. Estaba psicológicamente perfecto. Decidí continuar con mi vida y asumir que mi problema era puramente un descuido o dejadez o producto de la falta de sueño.
Había ido a todos los doctores, y clínicamente no arrojaba síntomas de ningún otro mal. Y eso fue lo que le conté a la prensa.
En ese entonces, era muy remoto pensar o asumir que tenía un problema motor, es decir, no una falla en el cerebro ni en los músculos, sino en el nervio que conecta ambos. Para descartar un problema motor se necesitaban más evidencias corporales, esto es, descoordinación o debilidad muscular en las extremidades; problemas de equilibrio, de visión, de oído u otros. Y yo no tenía nada de eso. Además, la posibilidad de un problema motor es muy remota. Y a mi edad, más aún. Sin embargo, luego de una entrevista televisiva de esas en las que la gente decía «Pedrito está estonazo», una amiga me llamó y me dijo: «Mi papá quiere conversar contigo». Su padre es neurólogo, y, la verdad, aunque yo ya había agotado todas las posibilidades, este señor había visto algo muy particular. En la medicina, tanto como en el arte, el instinto, el presentimiento o el ojo clínico a veces son las mejores herramientas para llegar a un diagnóstico. Sobre todo, con un problema como el mío, que aparentemente no tenía fundamento físico.
Acabé mi verano tranquilo. En febrero de 2011 tuvimos una excelente temporada de conciertos en el auditorio del bulevar de Asia. Ya en Lima me decidí a regañadientes ir una vez más a un consultorio. Ya estaba un poco harto de tanto análisis. Pero este neurólogo había observado mi conducta en varias entrevistas y, por lo visto, ya sabía lo que yo tenía. Tuve la suerte de que había trabajado en Baltimore, Estados Unidos, como especialista en este tipo de desórdenes raros. Era un experto. Simplemente me pidió una resonancia magnética, que consistió en meterme a un tubo gigantesco con un sonido vibrante, grave y sordo que solo hacía peor la claustrofobia. Mientras, mi esposa leía en una silla. La sentía muy preocupada por cuán agobiado podía estar yo. El resultado volvió a salir cien por ciento negativo. El doctor se lo esperaba.
La prueba determinante de que sufría un desorden motor fue la electromiografía. Es un examen en el que te clavan agujas en varias partes del cuerpo para medir la efectividad de tu conducción nerviosa. En ese examen se halló el problema en su etapa más incipiente. Los resultados mostraban mínimas irregularidades en la transmisión nerviosa a los músculos bulbares, que son los del cuello para arriba, y que comprometen la correcta funcionalidad de los músculos básicos del habla. Eso generaba una debilidad muscular o parálisis parcial en esa zona, la que impedía que pronunciase al cien por ciento.
El médico me informó todo en la siguiente cita y me dijo que ninguna de las enfermedades neuromusculares tiene cura. Que al llegar a los cuarenta años y en adelante estas se evidencian cada vez más, que hay miles de tipos, que son de por vida y que debía aprender a vivir con ello. En castellano no hay un nombre para lo que los doctores dicen que tengo. En inglés, a este grupo de desórdenes motores se les llama MND, es decir, motor neuron diseases. Hay unos leves, otros moderados, otros mortales, pero todos crónicos. Por esto, aunque mi caso era aún leve, el chequeo debía ser regular, pues como su origen son los desórdenes del sistema nervioso, el desarrollo de la enfermedad es impredecible.
Me dijo que había ventajas en que mi caso fuera de zona bulbar, pues su evolución es muchísimo más lenta que las de origen espinal. Me recomendó antioxidantes, gimnasia y buen ánimo. Añadió que mi MND era totalmente atípica y que eso jugaba a favor. Esa misma tarde debía cantar en el estudio, y con mi esposa partimos a grabar. Yo estaba en shock. Le dije al doctor antes de salir: «¿Me voy a morir?». Y me contestó: «No sé de qué morirás algún día». Inteligente respuesta. Le pregunté si podía continuar con mi vida y me dijo que la siguiera con total normalidad. Luego me dijo: «Mi abuela y mi madre fallecieron por una enfermedad que tampoco tiene cura. Yo también la tengo y no me hago bolas. Tendrás siete días malos, pensativos, sensibles, y luego todo volverá a la normalidad». Entendí que tenía algo desconocido, de evolución incierta, sobre lo cual la ciencia sabía muy poco. Esa misma tarde decidí no gastar un voltio en preocuparme ni preguntarme «¿por qué a mí?».
Mis terapistas fonoaudiólogos y respiratorios me sugirieron que no hiciera tanto trabajo de pesas como lo hacía antes en el gimnasio. No era conveniente porque los músculos en los desórdenes motores suelen destonificarse, y por eso mi rostro puede lucir a veces un poco más delgado. Esto no se debe a la falta de alimentación: es meramente adelgazamiento muscular, añadido al hecho de que he tenido que dejar de ir cinco veces por semana al gimnasio para ir solo dos, y he reducido mis pesos a la mitad. Obviamente, mi volumen muscular ha cambiado. Si bien luzco joven, y eso es una gentil bendición de Dios, la verdad es que ya pasé los cuarenta años hace rato. Ya no debo mantener el training deportivo que siempre he llevado, pues consumiría mucha masa muscular.
Continué con mi vida sin mayor problema. La incertidumbre de cuánto podía empeorar o qué otras zonas de mi cuerpo podían afectarse nunca me perturbó. Averigüé mucho sobre el tema en internet y tomé todas las precauciones. Tengo un hogar hace veinte años, y he sabido soportar todo tipo de problemas y preocupaciones con el fin de no perturbar ni de transmitirles tensiones a mis hijos o a mi esposa. Y así tomé el asunto. Supe hacer todo a un lado y comportarme como una cabeza de familia. Hasta me sentía orgulloso de mis logros como tal, y eso me llenaba de ánimo. El hogar es lo único que realmente te vuelve sobrenatural.
Obviamente, si ustedes ya están mareados con la compleja explicación que les he dado sobre mi problema, ya se imaginarán lo que es para mí explicar todo este rollo a quienes me preguntan con sencillez: «¿Qué tienes?». Me lleva por lo menos media hora explicarlo. Y así con cada persona varias veces al día todos los días. Esa misma razón es la que hizo que no pudiera, al principio, explicar el origen y las razones de mi problema directamente a la prensa. Nadie lo entendía y, por lo tanto, no podían hacer reportajes al respecto. No era ninguna enfermedad «comercialmente» conocida. Enfermedades como diabetes, cáncer, sida, osteoporosis, cirrosis, etcétera, eran mucho más fáciles de entender y exponer. Todo era confuso: mis sensaciones, la situación, la ignorancia del público sobre la naturaleza de mi problema. Sin embargo, mi vida no había cambiado y mi ánimo tampoco.
Pasados seis meses, un programa de televisión abordó mi condición durante cuatro semanas seguidas. Lo hizo con mucho sensacionalismo, a pesar de que yo ya había admitido tiempo atrás mi disfunción en otro programa de reportajes. Por primera vez mi situación me afectó. Descubrí, una vez más, que la tensión empeoraba mi principal síntoma, la disartria, y también me fatigaba mucho. Me confundió muchísimo el reclamo que se me hacía. Pero, bueno, era comprensible. Se necesitaba una campaña en todos los medios, como las campañas de un nuevo disco, pero esta vez explicando las razones de mi disartria de una manera realmente masiva para contrarrestar el inconveniente. El problema era cómo salir en televisión a explicar mi condición ahora que todo el mundo andaba expectante sobre mi manera de hablar. Era curioso, pues antes ni se inmutaban por eso. Decían: «Pedrito habla como estonazo o volado». Pero esta vez todo había cambiado, y yo no estaba dispuesto a alimentar el morbo.
Los conciertos seguían sin mayor problema; cantando no se me notaba la disartria, pero la indagación periodística era calladamente intensa. Digo «calladamente» porque no hubo un acoso físico sobre mi persona, pero siempre llamaban a la oficina a pedir entrevistas para hablar sobre el desorden. Decidimos lanzar una nota de prensa explicándolo todo. Eso fue en julio de 2011. Pueden revisar la web. Pero eso no satisfacía el objetivo periodístico. Estaba la información completa, pero no había lo que en el argot peruano se llama «la pepa», el gancho de una nota periodística. En este caso, verme hablando mal.
Eso me costó la poca difusión de mi nota aclaratoria. No había incentivos para levantarla en un reportaje audiovisual. Ha sido la etapa más difícil de mi vida. No por los inconvenientes de mi condición en mi vida diaria. No culpo a la prensa de nada porque esta vez mi susceptibilidad me hacía ver todo de una manera atroz. Fue una pesadilla ver señoras en la calle tomándome del rostro y tratándome con lástima como si fuera un moribundo. Otras me decían: «Hijito, ¿no estabas hospitalizado?». Entraban muchas llamadas a mi casa de gente preocupada preguntando qué tenía, y cuando les explicaba que era un desorden motor de incierta evolución, pero que por ahora me causaba una disartria, igual no me entendían y seguían convencidos de lo que los reportajes especulativos trágicamente sugerían. Le creían más a la tele que a mí. La verdad que yo les contaba, inclusive con diagnósticos, no les convencía. Fue lo más frustrante que he vivido jamás.
Y en ese momento el público se convirtió en un ineludible problema para mí. Estaba totalmente apto para todo, pero la gente no pensaba eso. Me decepcionó mucho la tendencia melodramática de mi pueblo. Era como una necesidad o un deseo de enterarse de algo grave. Inclusive mis tías venían a mi casa, les explicaba mil veces qué tenía, pero igual llevaban a mi esposa o a mi hija a un lado y le preguntaban: «¿Qué tiene Pedrito realmente?». Carajo, ¿qué querían escuchar, por Dios? Me harté y desde esos días dejé de contestar el teléfono.
Sé mucho de comunicaciones, sé qué es lo que hay que hacer cuando hay viento en contra con la prensa. Hay que dejar que se consuma hasta la última ceniza, tome el tiempo que tome, y no oponer resistencia. Cada declaración tuya reinicia todo de nuevo. Así pasó un año de intensa inactividad para mí. Desaparecí de todo medio, cancelé la salida de un nuevo álbum que estaba a punto de lanzar —porque mi disartria iba a opacar cualquier campaña promocional musical— y corté por lo sano. Básicamente, porque iban a seguir especulando, nombrando enfermedades más llamativas en los medios, y eso podía asustar mucho a mis hijos».
«Yo, Pedro» es el relato personal del destacado cantautor peruano Pedro Suárez-Vértiz, quien narra las diversas etapas de su vida, desde su infancia hasta la paternidad, abordando sus triunfos en la música y su encuentro con la escritura. Se presenta como una serie de anotaciones dispersas y cambiantes, análogas a la lista de canciones que almacenaríamos en un iPod. Esta confesión, auténtica, original, amena y diversa, brinda al lector la oportunidad de adentrarse de manera íntima en la mente del reconocido músico peruano. En esta edición especial con motivo del décimo aniversario de su publicación, se incluye un prólogo escrito por Jaime Bayly, así como testimonios de amigos cercanos del cantante como Eva Ayllón, Jean-Pierre Magnet, Hernando de Soto, Gianmcarco, Cristian Meier, Maria Pía Copello, entre otros.
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